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Un reencuentro con la Segunda Serie


Tenía muchos años de no disponerme a practicar la segunda serie de Ashtanga, y hoy, que nos emprendimos en tal ruta, me encuentro en una bifurcación de sensaciones.


Hace algún tiempo, conscientemente había decidido dejar de practicarla, porque me sentía muy identificada con las posturas, con la práctica, con la necesidad de alcanzarlas, de llegar, de encontrarme en el resultado, y sin darme cuenta, estaba dejando de saborear el placer omnipresente de simplemente estar, de disolverse en la respiración y dejar al cuerpo fluir como un río, cavando cada vez más profundo en los surcos por su paso.


Hoy, durante la práctica compartida, me decidí finalmente a practicar la segunda serie de nuevo. Me he sentido en dos lugares que hace tiempo no estaba, dos lugares que se contradicen, pero que sucedieron al mismo instante. Primero, estaba fuera de mi zona de confort. Es evidente como el salir de la rutina, de lo que el cuerpo ya conoce y controla, y la mente comprende y tiene incorporado en sus hábitos, nos dibuja en una situación de incomodidad. Salir de la zona de confort nos produce miedo, resistencia, negación, y una sensación de no ser capaces, una impotencia y al mismo tiempo una frustración premeditada de un resultado que ni siquiera existe. En segundo lugar, ni antes ni después que lo anterior, me he encontrado con mi ego, empoderado y a la vez sometido en su batalla, luchando en esa orquesta de dificultades, de respiraciones cortadas y colapsadas, de suspiros e intentos fallidos de renunciar en cada postura, de abdicar a la guerra que él solito se había inventado, pero no por humildad, sino por falta de opciones. Me encontré con mi ego refunfuñando, con el ceño fruncido, ahogado en su propio lamento y en su pseudoespiritualidad.


Ahí estaban mis dos sensaciones, entrelazadas como una molécula de ADN, y yo, cada vez que me las encontraba, cerraba los ojos, soltaba todo el aire, inhalaba de nuevo, y finalmente me reía de mi, sonreía por mí, conmigo y para mí, algo así como darse una palmadita en la espalda, de esas tan llenas de amor que se sienten como un abrazo.


Pero igualmente, a pesar de los miedos a enfrentarnos con nuestras limitaciones físicas y mentales, de no ser lo suficientemente fuertes, flexibles o ágiles, continuamos, llegamos hasta el final, recorriendo todo el sendero con un poco de cansancio y otro poco de duda, pero sobre todo con una sonrisa. Para encontrarnos de frente con un Savasana, que corto o largo nos recibe con un su regazo caliente y reconfortante, que nos desintegra los pensamientos y nos dibuja poemas en los poros de la piel, y nos abre las puertas del aliento para que se reencuentre la luz dentro de esta vida etérea.


La práctica de hoy fue como el primer día que subimos en bicicleta a la montaña para la práctica de la mañana. Me recuerdo pedaleando con intención, decidida a llegar, y motivada con el placentero sabor de experimentar algo nuevo, y a la vez con los dedos de los pies congelados, y los de las manos tan dormidos que eran casi inexistentes, con el aire frío cortando la garganta y los párpados. Con el ego lamentándose en su intento de desistir, auto-compadeciéndose en sus limitaciones y sus complejos de no ser capaz de pedalear hasta el final. Saliendo del confort de no hacer esfuerzo alguno para transportarse, y surgiendo de entre los resquicios de un ego que casi rendido se inventa sus lamentos, apoyándose en la excusa de unos pulmones deficientes, o unos músculos sin fuerza, o un motivo cualquiera, como un neumático desinflado, que sea justo para merecer desertar.


Y más allá de esta dualidad, está el amanecer, emergiendo, con su luz multicolores que nace de las entrañas de las montañas para sonrojar al cielo. Está el perfume de la reina de la noche y de las flores de naranja recibiéndonos como una corte real a la orilla del camino. Al final de la cuesta, los gigantes verdes, sabios ancianos cantando sus mantras con el silbido del viento, y las tortugas del estanque que meditan largas horas en las piedras y en silencio nos inspiran a detenernos. Y finalmente nos espera el espacio vacío, que ha dormido con el frío de la noche y nos pide un poco de leña y de aliento para calentarse.


En el reconocimiento de la dualidad esta la libertad de escoger la unidad.



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